El eco que generaban las bóvedas parecía descender, llenando la nave central y las dos salas contiguas de un murmuro sordo y uniforme. La luz del mediodía atravesaba las cristaleras y se proyectaba sobre las paredes estucadas de ladrillo, haciendo resaltar los tonos rosáceos que procuraban la única nota de calidez del edificio de arte grecorromano del Museo Nacional de Escultura.
Día tras día, esperaba a que llegara esa hora. Poco después del mediodía, la posición del sol era exacta. Por unos minutos, la luz se alineaba con las cristaleras de tal manera que resaltaba los tonos rosados de las paredes estucadas de ladrillo. Si no había ajetreo, me detenía a contemplarlas. Aunque en realidad en aquella nave central y sus salas contiguas todo seguía igual, durante aquellos instantes el edificio parecía un lugar algo menos frío. De repente, escuchaba a los niños correr, Helena y las encargadas de taquilla conversaban más amablemente entre ellas, y me divertía con el tintineo de las tazas en el pequeño bar del fondo, donde desde hacía pocos meses se servían berlinesas y un refinado café panameño.
Para mí, el Bolero de Ravel era ella. Claro, en ese tema la melodía se la pasaban todos los solistas los unos a los otros, pero yo la flauta ni la oía. Cuando el clarinete llegaba a la mitad de su solo a mí ya se me hacía un nudo en el estómago, porque sabía que después venía el primer fagot. Os aseguro que desde allá casi donde los trombones, la oía respirar.
“La semana pasada me ladraste que no volviera a tocar tus documentos”, repetía Natalia con desesperación. El sentimiento de frustración aumentaba por momentos. Una vez más veía como nada contentaba a aquel hombre. “No claro, si la culpa será mía”, se quejaba ella. No podía pensar con claridad.
El vaso de carajillo vibraba en su avance por el aire. La incercia de su propia trayectoria lo hacía girar lentamente, como mecido por una brisa, sin apenas derramar el escaso ron que aún contenía.
―¿Fumas? ―preguntó, extendiendo la caja de cigarrillos, que todavía conservaba la totalidad de su contenido original.
―¡Por Dios, Gabriel! No se puede fumar aquí ―respondió Paula, sobresaltada.
―Veo que ya no me tratas de usted ―apuntó él, hablando por la comisura de la boca mientras se acercaba una cerilla encendida al cigarrillo que sostenía con los labios.
En la cabina, el maquinista del Glacier Express parecía inmune a majestuosidad sobre la que el tren cremallera ascendía. Tal vez, la lentitud de sus movimientos, que se sumaba a la del propio vehículo, era una peculiar manera de rendirle homenaje. En efecto, habría resultado inconcebible un gesto o un pensamiento apresurado junto a aquel tapiz de hielo, nieve y roca, que se elevaba imponente de...