Ivan Alsina Ferrer

Catching tales
Inici

Quincena 7

Feb. 26, 2023 | Categories: Writing

En la cabina, el maquinista del Glacier Express parecía inmune a majestuosidad sobre la que el tren cremallera ascendía. Tal vez, la lentitud de sus movimientos, que se sumaba a la del propio vehículo, era una peculiar manera de rendirle homenaje. En efecto, habría resultado inconcebible un gesto o un pensamiento apresurado junto a aquel tapiz de hielo, nieve y roca, que se elevaba imponente dejando paredes verticales de varias centenas de metros.

El silencio estaba roto solamente por el traqueteo constante del mecanismo de avance del tren, que estaba además presente en la vibración de las láminas de madera que conformaban los asientos. Al otro lado, los dos niños que al inicio del recorrido discutían en italiano, ahora se agarraban del reborde de goma negra de la ventana para auparse y tener una mejor vista a la caída libre que comenzaba a pocos metros de la vía.

El Glacier Express era el único modo de llegar al Château Grand Sion, el castillo situado en el corazón de los Alpes suizos que, habiendo sido comprado y transformado en hotel por el magnate ruso Sergey Zakharov, había sufrido un robo el mismo día de su reciente inauguración. No habían trascendido detalles, pero lo sonado del incidente, junto con el inmediato cierre al público por parte de la nueva administración del monumento, había esparcido toda clase de rumores entre los habitantes del valle.

Antes de la parada, un hombre llamó en alemán a uno de los niños para recolocarle la gruesa bufanda de lana. Cuando el tren se detuvo, un trabajador ferroviario, que llevaba el mismo gorro verde oscuro que el maquinista, accionó una palanca que, mediante un pesado mecanismo, abrió las puertas traseras del habitáculo. El único otro pasajero, un anciano con gabardina gris y sombrero, también abandonó el vehículo. Quedé solo en el trayecto, además de los trabajadores del ferrocarril, claro. El maquinista empuñó el accionador metálico con el que regulaba la marcha. Mi parada era la próxima.

Anna Zakharova me esperaba en la estación, junto un cartel de madera que alertaba a los visitantes del riesgo de caídas en alemán y francés. A pesar de estar provista de un pequeño habitáculo, lo hacía a la intemperie, al borde del andén. Cuando el tren se detuvo, el encargado me abrió la puerta, y dijo algo en un dialecto tan marcado que me fue imposible de comprender. Le di una moneda de dos francos y bajé. La nieve recién caída crujió bajo mi suela y, al tiempo, una bocanada de aire gélido se apoderó de mí.

―¡Vincent, menos mal que has llegado!

La última luz del atardecer se enredaba en el cabello de Anna, y lo hacía brillar con un tono rojizo. Me envolvió en un abrazo templado y se puso en marcha, caminando con decisión frente a mí, con zancadas que se hundían en el grueso de un camino que no había sido arreglado después de las nevadas de los últimos días. Mi calzado no era el adecuado, por lo que trataba de acertar mis pisadas en las huellas que ella socavaba.

―Tenemos que apresurarnos ―dijo, acelerando el paso―, el tiempo empeorará de un momento a otro.

El marcado acento de Anna se había atenuado desde la última vez que la vi. Lo había notado en las recientes conversaciones telefónicas que habíamos intercambiado. Se había ocupado de todo, incluyendo el viaje y la estadía. No me había querido dar detalles sobre mis cometidos, ni acababa de comprender por qué contaba con la confianza de la familia Zakharov, cuando lo único que me relacionaba con ellos fue haber coincidido con Anna en el internado de Queens, en Nueva Escocia.

―¿Cómo está tu tío?

La colosal construcción de piedra se alzaba tras ella en un espectáculo de ostentación. La escasa luz del crepúsculo apenas permitía distinguir los detalles de la fachada. A la altura de la vista, junto al portón cubierto de un barniz viscoso, dos gárgolas nos contemplaban amenazantes. Anna se paró en seco.

―No lo sé, ha desaparecido.