―¿Fumas? ―preguntó, extendiendo la caja de cigarrillos, que todavía conservaba la totalidad de su contenido original.
―¡Por Dios, Gabriel! No se puede fumar aquí ―respondió Paula, sobresaltada.
―Veo que ya no me tratas de usted ―apuntó él, hablando por la comisura de la boca mientras se acercaba una cerilla encendida al cigarrillo que sostenía con los labios.
La primera bocanada esparció por el techo del ascensor un humo alquitranado. Paula no dijo nada más: estuvo el resto del viaje paralizada contemplando el suelo enmoquetado del habitáculo. Gabriel fumaba deprisa con los ojos cerrados. ¿Por qué clase de ética se regía aquella chica? No era, precisamente, una joven casada que lo acababa de invitar a su habitación por quién esperaba ser regañado acerca del lugar en el que decidía fumarse los malditos cigarrillos. ¿O sería aversión por el tabaco? Quizás sabía que una instalación antigua de gas pasaba tuberías cerca del hueco del ascensor y que, por lo tanto, aquel no era el sitio más indicado donde tener llamas encendidas. Era lo más probable. Al fin y al cabo, a los dos los movía la supervivencia.
―Cuando eres el hijo del señor Conde, se puede fumar en todos lados. ¿No lo sabías?
Esa actitud le habría parecido atractiva a Paula un tiempo atrás, pero ahora la aburría. La aburrían el tacto sedoso de su americana, el pelo engominado, el Rolex que Gabriel parecía esforzarse en mostrar. Sin embargo, estaba dispuesta a seguir con aquella aventura. No se lo habría planteado de otro modo. Tal vez ponía demasiado en riesgo, tal vez aún hubiera estado a tiempo de replantearse qué hacía allí. De haberlo hecho, habría conservado su matrimonio. No habrían llegado los rumores a oídos de Juan, quien, sin más miramientos, dejaría los documentos pertinentes sobre la mesa de roble del comedor, marcando con flechas los lugares en los que su firma bastaría para hacer de aquella farsa un suspiro lejano, lo que a su vez le permitiría conocer a Mateo, el padre de su hija Edna. Años más tarde Edna le preguntaría acerca de Gabriel, Juan y Mateo, y Paula le respondería que en la vida el control es una ilusión, y que, mientras sea fiel a sí misma, no debe tener miedo a equivocarse, pues tanto los aciertos como los errores de uno siempre acaban poniendo las cosas en su sitio.
Cuando la luz del número quince se iluminó, la campana del ascensor marcó que habían llegado a su destino, y este se detuvo. Las puertas se abrieron mediante un pesado mecanismo para mostrar, tras ellas, un inesperado silencio que parecía incriminarlos. Paula salió primero. Caminaba despacio, precavida, como si la delicadeza de sus movimientos los hiciera invisibles. Gabriel, tras ella, había cambiado el cigarrillo a medio fumar ―que había apagado y guardado cuidadosamente en una pequeña caja metálica― por una tarjeta perfectamente blanca, que lo reemplazaba entre sus dedos índice y corazón.
No había abandonado el bolsillo interior de su americana desde que Paula la había introducido en él, junto a la barra del bar:
―Don Gabriel Conde, de Hoteles Conde… Me pregunto si se conocerá el interior de todas las habitaciones.
Gabriel se había limitado a terminarse su vaso de coñac, que dejó intencionalmente junto al posavasos.
―En este hotel, como en todos, el interior de las habitaciones es siempre el mismo. Solo cambian las vistas. ¿Qué has venido a buscar?
Era la convención de la empresa lo que traía a Paula a aquella sala de fiestas, aunque haber reparado en el prometedor hijo del empresario, no dudó en acercarse.
―Emoción.
La tarjeta se hundió en la ranura de la cerradura, y la puerta se abrió. Paula dudó un instante, pero como si aquello estuviera finalmente decidido, entró.
Dos horas más tarde, la sala se llenaba de aplausos por la última de las presentaciones. Paula entró por la puerta de atrás. No volvería a saber de Gabriel. Al poco, su habitación estaría vacía, y la cama, hecha.