El vaso de carajillo vibraba en su avance por el aire. La incercia de su propia trayectoria lo hacía girar lentamente, como mecido por una brisa, sin apenas derramar el escaso ron que aún contenía. Como si el impacto que lo hizo añicos contra la pared blanca no hubiera sido suficiente estruendo, Román propinó un fuerte puñetazo al espejo que había junto al tocador de la entrada, que igualmente se quebró en decenas de pedazos. La galería de arte estaba vacía y la punzante luz de los focos evidenciaba la desnudez de aquel lugar.
¡Maldito hijo de puta! No te creía capaz. ¡¿Cómo pude confiar en ti?! ¿Después de siete años desapareces dejando qué? Nada más que promesas rotas y este horrible vacío. ¿Acaso te obligó alguien a ofrecerme nada? No tenías por qué haberlo hecho. Maldito megalómano narcisista, y maldito el momento en que acepté tu ayuda. La galería de arte es lo único que había querido en la vida. Lo único hasta que te conocí, Gustavo. El mismo arrebato que te trajo a aquel bar de Malasaña te lleva ahora a Dios sabe dónde. Y encima me dices que soy joven. No estabas solo, cabrón. No, me dejas aquí tirado, vendido, con el culo al aire delante de los inversores, de los acreedores, de los artistas. A dos semanas de firmar y a tres de la inauguración. ¿Qué voy a hacer? No habría querido nada de esto si lo hubiera sabido. Igualmente, ya nada de esto va a ser mío. Me lo has hecho perder todo, todo lo que me habías prometido, por lo que habíamos trabajado. Si lo hubieras sabido, ¿te habrías quedado? ¿Me habrías dejado ir contigo hubiera podido decirte que te quiero?
Al agacharse para recoger las dos botellas de licor vacías del suelo, Román se tambaleó. Las dejó sobre el taburete en el que había estado sentado. Con tres pasos que dio con más torpeza de la habitual, se volvió a situar frente al tocador. Recogió los papeles de entre varios trozos de espejo, que dobló y se guardó en el bolsillo interior de la americana. Se volvió para observar una vez más la galería. No había nada. Nada, salvo el ligero zumbido de uno de los focos, y una carta manoseada sobre el suelo de cemento.
Querido Román:
Ni espero que encuentres consuelo en mis palabras, ni mucho menos que seas capaz de perdonarme. Sin embargo, son dos los motivos que me empujaron a escribirte estas líneas. Primero, el último atisbo de humanidad que aún reside en mí me hace imperativo darte una explicación sobre lo que me llevó a desaparecer. Te conozco, y sé que no tener una explicación te atormentaría por meses, si no años. Segundo, si existe una posibilidad de que encuentre paz conmigo mismo después de esto, es sabiendo que tras tomar mi decisión, te la di a conocer, a pesar de haber puesto ya cobardemente un océano entre nosotros. No padezcas, aun sin saber ni por dónde empezar, no me extenderé en mis palabras. No fui capaz. Creí que lo sería, pero España no está hecha para mí. Lo supe desde que comenzamos la retorcida pesadilla de encontrar inversores para tu soñada galería de arte. Traté de caminar junto a ti y ayudarte con tus metas. Traté de darte cuánto tenía. Pero olvidé las mías. Prometí más de lo que debía, me perdí en tu entusiasmo, eso corre de mi cuenta. No podré poner de la plata de la herencia de mi tía abuela Dorotea. Román, sos joven ―tanto o más que yo, como solías decir― y tenés la suerte de contar con talento y un propósito claro. ¡Usalo, seguilo! Pocos pueden decir que tengan ninguna de esas cosas. De hecho, reconozco que es algo que llegué a envidiar. Regreso a mi tierra natal, pero antes de llegar a Buenos Aires trataré de perderme por pueblitos andinos que siempre quise visitar. Tal vez allá encuentre lo que no encontré en Madrid, en tu galería, o a tu lado. No me busques, será mejor para los dos. Sabé que te quise como a nadie más.
Hasta siempre,
Gustavo
Tras secarse una lágrima, Román se acicaló mirándose en uno de los pocos trozos de espejo que no se habían caído. Se puso el abrigo y abrió la puerta para salir a la calle. Esta vez, antes de hacerlo, dejó su juego de llaves sobre el tocador.