A pesar de ser uno de los componentes más jóvenes de la orquesta, Bruno es un violonchelista brillante. No suele relacionarse demasiado con el resto de músicos. Sin embargo, estudiantes y profesores lo conocen en el conservatorio por su oído absoluto, su técnica impecable y su pasión por la música clásica. Desde la incorporación de Julia, se siente algo enamorado, nervioso y distraído, lo que afecta su rendimiento en la orquesta, a su vez generando vergüenza y frustración.
Para mí, el Bolero de Ravel era ella. Claro, en ese tema la melodía se la pasaban todos los solistas los unos a los otros, pero yo la flauta ni la oía. Cuando el clarinete llegaba a la mitad de su solo a mí ya se me hacía un nudo en el estómago, porque sabía que después venía el primer fagot. Os aseguro que desde allá casi donde los trombones, la oía respirar. Y luego, antes de entrar, nos miraba a los chelos, y entonces todo parecía pararse. Yo entonces me moría de ganas de devolverle la mirada, pero claro, no lo hacía porque entonces a quién me encontraría de bruces es al maestro Da Silva, que no nos paraba de regañar porque no afinábamos bien los pizzicatos o porque nos perdíamos contando los compases.
―Paramos, paramos un momento ―y yo ya sabía que había metido la pata―. Chelos, ¿qué pasa? Bruno, te adelantas. Te lo dije la semana pasada.
Y entonces toda la orquesta me miraba y yo sentía una vergüenza tremenda. ¡Un día hasta se me resbaló el arco de los nervios!
El maestro Da Silva me conocía desde hacía años. Fue él quién me consiguió una plaza en la orquesta del conservatorio. Normalmente no aceptaban a estudiantes antes de los dieciséis años, pero yo los había impresionado con la Sonata arpeggione de Schubert e hicieron la vista gorda conmigo. Julia era mayor, y en realidad la había conocido el año anterior en clase de armonía. Lo que pasaba es que nunca habíamos hablado hasta que este año ella empezó en la orquesta. Fue a principio de curso, era de noche y salíamos del ensayo.
―¿Ya puedes con eso? ―me preguntó divertida. Le hacía gracia que la funda del instrumento era casi tan grande como yo―. ¡Pareces una tortuga!
Cómo no, yo me sonrojé y no supe qué decir. Pero ella me siguió hablando.
―¿Qué te ha parecido Da Silva? ―preguntó―. Quiere hacer el Bolero de Ravel, ¡seguro que para ti es muy aburrido!
―Bueno ―me encogí de hombros―, todas las orquestas lo tocan al fin y al cabo.
―Pues es mi favorito ―dijo ella, sonriendo, seguro aún divertida por el tamaño del instrumento en relación a mi estatura―, mi papá me lo ponía de pequeña antes de la cena, y los domingos lo cantábamos juntos de camino al parque.
Desde aquel día lo escuchaba a diario. Por supuesto, más que nada por ser del repertorio de la orquesta. Siempre me ponía a escuchar una y otra vez las piezas que estudiaba en el conservatorio: de camino al colegio, después de la merienda… A veces, en el autobús, practicaba la digitación con la mano izquierda. Pero con el bolero era diferente. Quería tocar mi parte perfecta para que Julia la escuchaba. Y la practicaba cada día, aunque luego en la orquesta no paraba de meter la pata. Cada vez que me la ponía, solo oía el chelo y el primer fagot. Cuando entraba el fagot, los demás instrumentos parecían desvanecerse. Cerraba los ojos y podía sentir el olor terroso de la resina de las cerdas, la vibración de la madera contra el pecho, el tacto del metal contra las yemas de los dedos. Pero sobre todo, su breve mirada a los chelos antes de entrar con su solo, cuando todo se paraba.