Día tras día, esperaba a que llegara esa hora. Poco después del mediodía, la posición del sol era exacta. Por unos minutos, la luz se alineaba con las cristaleras de tal manera que resaltaba los tonos rosados de las paredes estucadas de ladrillo. Si no había ajetreo, me detenía a contemplarlas. Aunque en realidad en aquella nave central y sus salas contiguas todo seguía igual, durante aquellos instantes el edificio parecía un lugar algo menos frío. De repente, escuchaba a los niños correr, Helena y las encargadas de taquilla conversaban más amablemente entre ellas, y me divertía con el tintineo de las tazas en el pequeño bar del fondo, donde desde hacía pocos meses se servían berlinesas y un refinado café panameño.
Tenía muchas dudas sobre aquel último trabajo, y no solo porque detestara los museos. Siempre que algo podía salir mal lo acababa haciendo, y tener que trabajar con François era una noticia pésima. A pesar de su apariencia sosegada, era impulsivo y casi siempre improvisaba. Por si fuera poco, esta vez tenía yo el papel delicado. Habíamos estado estudiando el edificio de arte grecorromano, a sus empleados, por supuesto, a Vicente, el encargado del acceso. Nadie conocía el edificio y la distribución de salas y pasadizos como él. François interactuaría con él, pero yo seguiría todos sus movimientos durante el resto de la operación. En el momento en el que lo vi entrar por la puerta principal, con su americana ajustada y su cabello engominado, dejé el café en el plato de la mesa y me puse en movimiento.
De entre los ruidos que estaba acostumbrado a escuchar, empezó a sobresalir el de unos pasos que se acercaban. Debo admitir que por un momento me perdí en ellos. No reaccioné hasta que tuve a aquel hombre delante de mí.
―Buenos días, ¿me permite su entrada?
Supo enseguida que no venía a ver escultura. Apenas me sostenía la mirada. Parecía buscar alguna cosa tras de mí, pero no tenía ninguna intención de voltearme y perderlo de vista.
—Verá, yo no soy un visitante —dijo con acento francés—. Me tienen que estar esperando.
El resto del equipo estaba ya en posición pero, al parecer, el imbécil de François no parecía haber avisado de que se adelantaba un día, por lo que Vicente no había sido informado, y ahora no le quedaba otra que enseñar la acreditación. Cualquiera diría que está recién salido de la academia. Por suerte, Helena sí lo reconoció y se apresuró a darle la bienvenida para ahorrarle las explicaciones. Imagino que se habrían conocido en la gala anual de inversores de arte que se celebró hace unas semanas en el mismo museo. Siempre era la misma historia con este hombre: no importaba cuánto metiera la pata, cada vez parecía haber algún detalle listo para arreglar el día. Tenía que reconocer que quizás simplemente estaba celosa. Vicente se ajustaba nerviosamente la solapa del uniforme azul una y otra vez. Teniendo en cuenta que era el empleado con más experiencia de la plantilla, parecía molesto con la irrupción de su compañera y su interés en dejar pasar a François. Por lo menos ya teníamos a uno de los nuestros adentro. El estruendo de la primera figura cayendo de bruces contra el suelo me sobresaltó. ¡Maldición, era demasiado pronto!
Seguía volteado preguntándome por aquel hombre, que ahora se acercaba al ascensor de servicio acompañado por Helena, cuando el estrépito sordo alertó a todos. ¿Sería aquello…? En aquel mismo instante arranqué a correr. Los sesenta y cuatro metros de la nave central se hicieron interminables. De repente, es mi primer día y estoy emocionado con mi nuevo trabajo como guía en el museo. Alzo la vista y admiro los detalles del auriga de Delfos. El guerrero de Riace me desafía con su lanza, y la esfinge... yacía ahora agrietada y quebrada en el suelo de la nave este. Todo parecía detenerse, pero sentí la pesada mirada del francés sobre mí. Me volteé para encontrarla, y por un momento la sentí clavarse en la mía desde el fondo de la sala oeste, a través de la enfilada.